Desde que comencé a meditar hace unos
cuatro años la repetición del mantra se me aparecía a menudo como algo sin
sentido, como algo tonto, vacío, como un camino en el desierto que no lleva a
ninguna parte, como una noche oscura del alma. La sensación de atar mi voluntad
a una palabra hacía que me rebelase contra ello internamente. No obstante,
permanecí meditando. Un día, leyendo el libro de Laurence Freeman titulado Jesús,
el maestro interior, me encontré con una interpretación de la meditación
tan atractiva que es lo que me ha mantenido en ese camino desértico aunque siga
pareciendo, a veces, que no lleva a ninguna parte. Dice Freeman:
La fe amplía la libertad porque no es lo
mismo que la certeza lógica. Leemos los evangelios con la razón ampliada por la
fe y no en competencia con ella. Con la lógica pura no existe la libertad
personal. La mente impone la verdad lógica. Si, con nuestra mente racional,
vemos que diez dividido entre cinco es igual a dos, no somos realmente libres
para creer o no ese resultado. Negarlo es absurdo. Pero la fe plantea una
perspectiva diferente ya que nos invita a una respuesta personal que somos
libres de elegir o rechazar. […] El desafío de la fe, como el amor, es una
experiencia que, al principio, puede causar vértigo moral. Es el precio de la
libertad. [p.89, Editorial Bonum, Argentina].
Desde ese momento, caí en la cuenta de que
la fe no ata, sino que libera. Y que el cartesianismo lógico que prevalece a
menudo en nuestra forma de pensar, es lo que verdaderamente ata. Por eso,
cuando de vez en cuando siento ganas de rebelarme ante el mantra, me zambullo
de nuevo en ese escrito.
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